miércoles, 18 de noviembre de 2009

Un hijo de Abraham entre nosotros

Shimon Peres (hebreo, שִׁמְעוֹן פֶּרֶס, árabe شمعون بيرس), nacido Szymon Persky en Wiszniewo, Polonia —actual Vishneva, Bielorrusia— el 2 de agosto de 1923. Político, parlamentario y estadista israelí, dos veces Primer ministro de Israel (1984 - 1986 y 1995 - 1996) y actual presidente del Estado de Israel. Fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz, conjuntamente con Isaac Rabin y Yasser Arafat, en 1994.

Por Enrique García-Mansilla

Tras una carrera política de más de 50 años en 2007 fue propuesto por el partido Kadima para la elección presidencial. Fue designado presidente de Israel por el Parlamento israelí el 13 de junio y sucedió a Moshé Katsav el 15 de julio por un periodo de siete años, a la edad de 84 años.

En estas breves líneas biográficas, quiero reflejar, con cierto grado de injusticia por cierto, la personalidad de este estadista mundial que, paso las últimas horas en nuestra ciudad de Buenos Aires.

Hombre nacido a la política bajo el padrinazgo de Ben Gurion, que compartió los primeros años de la lucha por la creación del Estado de Israel junto a Golda Meir, Dayan, Rabin y otros, integro el grupo Hagan, organización clandestina sionista que luchaba por la independencia inglesa de Palestina, es quizás la última de las grandes personalidades del siglo XX con vida en la actualidad.

Suenan todavía en mis oídos sus declaraciones a la prensa del día de ayer, cuando dijo “nuestro destino podría haber sido Arabia Saudita, Irán u otro similar, y sin embargo fuimos traídos a Palestina, donde por carecer de los recursos naturales petroleros tuvimos que usar el cerebro” y, por Dios, vaya que lo usaron.

Carga Peres sobre sus hombros una diáspora de siglos, en sus conciencia lloran, gritan y rezan más de seis millones de sus compatriotas muertos durante el genocidio nazi y, pese a las horas amargas que su patria vive, a los 84 años sigue hablando de esperanza, paz y futuro, mostrando en su rostro, en cada arruga, la lucha y sufrimiento que desde 1935 que llego a Israel ha debido padecer como hombre y como político, debiendo enfrentarse a múltiples decisiones dolorosas pero necesarias para la preservación y futuro de su patria.

Descendiente de Abraham al igual que nuestro Cristo, de allí la definición poética de Juan Pablo II, “nuestro hermanos mayores”, con su presencia enalteció a esta argentina postrada, dividida, mal gobernada, llena de las riquezas que Peres menciono le faltaban a su patria, pero con la gran diferencia que aquí, si es que hay algo de cerebro, este no se lo usa para el progreso, la paz y el futuro, sino para la construcción de poder efímero, transitorio y lucrativo.

Qué imagen contrastante la de este hombre austero que habiendo escrito paginas imborrables de la historia de su patria hablo pausadamente, con pocas palabras, sin discursos estridentes como su anfitriona llena de cremas y cosmética, cargada de alhajas, vestidos de alta moda y costosas carteras de Vuitton. Al verlos me recodaba como se vería esta mascara frente a Golda Meir, que hace ya muchos años visito argentina y tuve el placer de conocer, con su pelo entrecano, su peinado con rodete, su cara lavada, sin uñas pintadas y sencillamente vestida, pero que fue un bastión insustituible de aquellas jornadas memoriosas de 1948 cuando Israel se transformaba en Patria para todos los Judíos y hombres libres del mundo.

“Debimos usar el cerebro” dijo Peres, y de él salió un Estado moderno, pujante, que transformo el desierto en vergel, quizás con el riego de tanta sangre vertida por los hijos de Abraham en ese indefinido holocausto en que puso final a la milenaria diáspora de los hombres judíos.

¿Habrá escuchado Cristina las palabras de Peres o ensordecida con su propio discurso tedioso, glamoroso y sin contenido, no habrá captado el mensaje de este hombre paradigmático?

Pese a las ruinas de una Republica de oportunidades perdidas, como es nuestra Argentina, hemos podido aunque sea por unas horas, ver y escuchar a un hombre de su tiempo que en el ocaso de su vida solo habla de porvenir, no de rencores; de futuro y no de revanchas; de convivencia y no de enfrentamientos, de un hombre que cada noche, como cientos, miles de israelitas al apagar las luces, no saben si han de estar vivos al día siguiente.

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